Como editora en jefe, todos los lunes a las 10 a.m. teníamos reunión para organizar cronograma de actividades de la semana, entregas importantes, revisión de contenidos, prioridades, clasificábamos por logros y debilidades. Pero ese lunes, que parecía tan normal, terminó en uno de los días más dolorosos para mí. La última columna que estaba sosteniendo mi castillo se venía abajo cuando diez minutos antes de entrar a mi reunión semanal, recibí un e-mail donde una chica, amable pero sarcástica, me decía que no sufriera más, que abriera los ojos porque mi esposo no era lo que yo creía y que ella se atrevía a escribirme porque quería saber finalmente nuestra fecha de divorcio porque, desde hace seis meses, era yo la que sobraba; el correo tenía adjunta una foto de ella y Alan besándose. Todo se me vino abajo, lloré en mi oficina, grité, pero luego respiré y subí a…