Verónica tenía mucho trabajo y yo, desempleada, con hija y madre a bordo, más miles de facturas por pagar, después de seis horrorosos meses, de autoestima por el piso, de vergüenza al salir a la calle y más en ese pueblo de mierda al cuál nos llevó a vivir Alan por recomendación de su fastidiosa madre. Pero, después de todo el mierdero, me había quedado en la calle, así que no me podía dar el lujo de gastar dinero diario en transporte para ir y volver del pueblo a la ciudad cinco días a la semana. Así que decidí vivir en la ciudad con Verónica desde los lunes en la mañana hasta los viernes por la tarde; trabajábamos con la agencia digital (que ella aún tiene) y era la oportunidad perfecta para hacer dinero; tener una amiga cerca con la cual poder llorar, reír, rutina de ejercicios, comer sano y, ¿por qué no? ¡Conocer algún chico! 

Me grabé en la mente que eso no me hacía mala madre, Ana estaba en buenas manos, Helena (mi madre, abuela, padre, amiga) me apoyaba, y sabía que no podíamos vivir de buenas intenciones y yo, ya había hecho todo lo que es bueno, trabajé como burra, estudié, fui esposa e, incluso, había aprendido a burlarme del que dirán; era tiempo de abrirme a otros caminos y pensar en mí; obvio, la meta principal era reunir el dinero para tomar un apartamento en el mismo edificio de Vero y tener a mi mamá y mi hija tiempo completo cerca a mí, pero la cosa no es como la dicen los motivadores o las chicas de Instagram, donde el divorcio te llena de motivos y te conviertes en una mamasita millonaria de la noche a la mañana, así que, el trabajar y empezar desde cero, no fue tan fácil.

Vero es la mujer más trabajadora que he conocido, puede amanecer e incluso pasar hasta tres días pegada al computador; lo que no sabe, lo investiga hasta que lo logra, pero también es lo suficientemente desordenada como para entregar todo sobre la fecha estipulada y para tener otros cuantos proyectos en el tintero, porque no hay tiempo que le alcancé. Las primeras semanas fueron un hit: madrugábamos a las 3 a.m., porque nos rendía muchísimo el tiempo y obvio, a las 7 p.m., no éramos persona. Trabajábamos, hacíamos ejercicio, comíamos sano, fumábamos y tomábamos tinto como locas, y los jueves era nuestro premio: una botella de vino o un par cervezas porque nos las merecíamos. 

Un jueves equis, dos amigas fueron al apartamento para tomar algo y fue allí donde mi seguridad reapareció después de que yo ya la había dado por perdida y comprobé que un par de aguardientes te ayudan a reencontrarla. El man era el “vecino” de Vero y lo habíamos visto un par de veces en el ascensor, ¡pero el man era un sexo de tipo! y yo solo me conformaba con verlo, porque mi autoestima estaba tan por el piso, que jamás me imaginé que todo terminaría en uno de los mejores encuentros sexuales de mi vida.

Se nos había acabado el vino, la cerveza y Vero siempre que “se prende”, termina pidiendo aguardiente. Así que Selina y yo fuimos a la tienda cerca al edificio a comprar una botella y un par de cervezas para que los primeros shots bajaran más fácil y ahí estaba el sexy vecino llegando del gym, y le hice la charla —fue genial actuar como hombre levantador— no recuerdo muy bien cómo empezó todo, pero el punto es que el “vecino sexy” apareció en el apartamento de Verónica tomando con nosotras y nosotras con la baba escurriendo. Verónica es una mujer alta, prótesis perfectas como tetas, cintura pequeña, ¡o sea! Qué más les puedo decir, yo mido 1,57 cm. je, je, je; en mi mente ya tenía claro que debería dormir esa noche en el sofá porque Vero iría por el vecino (una vez, mi inseguridad haciendo lo suyo), pero sucedió… el licor nuevamente se acabó y este chico sexy se ofreció a acompañarme a comprar. Aún no sé si fue la presión de mi mirada de “soy una perra, no me importa, comámonos”, o, iba en sano plan de cuidar a la chica ebria que salía a la calle a media noche y él, como único caballero en el apartamento, pues… El caso es que éramos él y yo, solos, en un ascensor, y este hombre me ha acorralado contra la esquina del ascensor, sus besos en el cuello me permitieron de nuevo sentirme viva y dejaron que mi vagina volviera a humedecerse después de muchos meses donde sentirme deseada no era una opción y fue de esos tipos que te rompen las medias veladas y te besan tan fuerte que no necesitas estar dos horas teniendo sexo para tener un orgasmo… no imaginan el momento en que mi abandonada vagina lo sintió adentro. Fueron milésimas de segundos que pensé “Dios mío, Alan jamás podrá enterarse de esto, soy una perra, qué delicia, no te vayas a enamorar Mía, mañana el man no te va a llamar, cállate y solo disfrútalo” y, ahí estaba yo, en pleno ascensor, teniendo un orgasmo contra una pared y pidiendo a Dios que nadie necesitara el ascensor, pero ha sido uno de mis grandes logros: buen sexo, sin expectativas, no esperando nada y, sobre todo, permitiéndome volver a sentir… y no precisamente “amor”. 

— Mia.

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