Como editora en jefe, todos los lunes a las 10 a.m. teníamos reunión para organizar cronograma de actividades de la semana, entregas importantes, revisión de contenidos, prioridades, clasificábamos por logros y debilidades. Pero ese lunes, que parecía tan normal, terminó en uno de los días más dolorosos para mí. La última columna que estaba sosteniendo mi castillo se venía abajo cuando diez minutos antes de entrar a mi reunión semanal, recibí un e-mail donde una chica, amable pero sarcástica, me decía que no sufriera más, que abriera los ojos porque mi esposo no era lo que yo creía y que ella se atrevía a escribirme porque quería saber finalmente nuestra fecha de divorcio porque, desde hace seis meses, era yo la que sobraba; el correo tenía adjunta una foto de ella y Alan besándose. Todo se me vino abajo, lloré en mi oficina, grité, pero luego respiré y subí a mi reunión, porque quería preguntarle a Omar, aquel amigo nuestro y compañero de trabajo, cercano a nuestra familia por cierto; le enseñé la foto y le dije que me explicara por qué nunca había sido capaz de decirme nada. En el fondo, yo buscaba culpables y decidí culparlo a él de “alcahueta” pero, a la final, no sabía quién estaba más impactado, el man o yo.

Él me trató de tranquilizar y me dijo que hablaría con Alan porque tenía que haber una explicación coherente a todo eso. Pero, cuando Omar le preguntó sobre quién era la chica de la foto, la respuesta de, quien creía era mi compañero sentimental en ese entonces, ¡fue que era yo! Y es que Alan es cínico nivel Dios y fue ahí cuando empezó el principio del final. Esa tarde, después del trabajo decidí no ir directo a casa, sino tomar un par de cervezas con los mismos dos compañeros de trabajo con lo que viajé en Semana Santa, viaje al cual Alan no quiso ir conmigo porque nuestra economía no daba para que fuéramos los dos y porque no tenía sentido que fuéramos juntos a un lugar que él ya conocía; una excusa más que me enseñó a entender que los hombres son tan básicos cuando quieren algo, porque cuando lo quieren lo hacen y cuando no, simplemente sacan de debajo de la manga millones de excusas para justificar el porqué no les da la puta gana de actuar. En fin, toda esa semana me dediqué a tomar, y es que siempre tienes personas a tu alrededor con las que puedes beber, pero son contados con los dedos de una mano los que se quedan a tu lado en los momentos de sobriedad y realidad. Así duramos veinte días: él durmiendo en el sofá y sin dar explicaciones de nada; yo estaba tan dolida que me sentía más “fuerte” que nunca… claro, quién no, con dinero en las tarjetas de crédito, con “combo de amigos” que me juraban que jamás me dejarían sola y una mamá incondicional que se encargaba de ser mamá y papá para Ana porque yo estaba en otra dimensión. Después de esos días, llegué a casa y le dije a Alan que teníamos que hablar, que me diera una explicación pero lo negó todo, así que le pedí que se fuera de la casa y él aceptó. Fui directamente a hablar con mi suegra porque no iba a permitir que yo quedara como la mala del paseo ante toda esta situación, pero no sirvió de nada, porque ella obviamente jamás se pondría de mi lado. 

Días pasaron y empezaron las visitas para recoger a Ana un fin de semana con él y uno conmigo; hijos en medio de un divorcio es lo más doloroso del mundo mundial, y yo, en el fondo, solo esperaba que él se dedicara a buscar mi perdón y mi confianza, pero eso jamás pasó. Quince días después, terminó de recoger sus cosas, pero antes, me preguntó que si yo había pensando “en algo” y yo le dije que tan sólo quería una explicación y su respuesta fue “yo no puedo vivir con una mujer que no confíe en mí”… fue allí donde entendí que, así me estuviera muriendo por dentro, era mejor que se terminara de ir. ¿No le era evidente que ya no podía confiar en él? 

De ahí en adelante, verlo en la misma agencia me llenaba de más dignidad; a la final, yo era la víctima de la situación, así que me refugiaba en los compañeros que no me dejaban llegar a casa a destruirme y armábamos planes todas las tardes después del trabajo —más anestesia— y, cuando me di cuenta, mi separación tenía más involucrados que espectadores, pues en una charla de la nada, me enteré que Alan había renunciado.  Salí corriendo a buscarlo, a llorar, a decirle que por qué tenía que hacer eso, que por qué solo quería alejarse (qué estupida, lo sé) y él, una vez más, con ese cinismo nivel Dios, me dijo que el divorcio no era solo duro para mí sino para él también, y que por recomendación de su “psicólogo”, debía alejarse de todo. Me dejó sin palabras y lo vi marchándose.

Tres días después, me enteré sin tan siquiera estar buscando, que no había renunciado, sino que lo habían despedido porque tenía una relación sentimental con una practicante de la agencia menor de edad.

Como era obvio, los pasillos de la agencia empezaron a hablar por sí solos, chisme iba, chisme venía; agregaban cosas que no eran verdad y mi divorcio y mi vida personal pasaron de ser privados a convertirse en lo más popular de la empresa y del sector. Pero, si bien me dolió en aquel entonces, hoy no juzgo a las personas que me juzgaron; hoy, mientras escribo este capítulo tan duro de mi vida, me perdono por confiar en los que no debí confiar y me prometo que es la última vez que permito que terceras personas se involucren en mis relaciones.

Aunque reconozco que el día que Alan dejó el trabajo, brindé… porque tampoco fui una santa. Brindé porque solo yo y un par de penes por ahí sabían que yo no era nadie para hablar de fidelidad.

— Mia.

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